No tengo nada resuelto (y estoy aprendiendo a aceptarlo)
A los 20 pensaba que a los 30 —una edad que me parecía MUY lejana— iba a tener un plan, una idea clara de hacia dónde ir.
A los 30 creí que ya estaba en ese proceso.
Y a los 35 empecé a entender que no tener todo claro no es un fracaso: es parte de vivir.
La incertidumbre, el riesgo, las vueltas inesperadas… no son desvíos. Son el camino.
Y aun así, debo trabajar día a día en aceptarlo.
¿Vida adulta? ¿Crisis de los 30? Tal vez un poco de todo.
No tengo respuestas ni mucho menos certezas. Hagamos un poco de catarsis.
“Aceptar aquello que no podemos cambiar es saludable y adaptativo. No podemos cambiar que la incertidumbre es parte de la vida.”

1. “Expectativa”
Salís del colegio post viaje de egresados (si tuviste la suerte o las ganas de ir) con cierto perfil y, casi sin pensarlo demasiado, vas en automático. Y por qué no si hasta acá todo funcionaba relativamente bien, tus preocupaciones en ese momento eran estrategias para los jueguitos – ¡qué épocas! -.
Empezas una carrera. Das algunas vueltas. Te esforzas. Te tropezas unas cuantas veces. Cambias de carrera (¿quizás?).
Aparecen las primeras presiones: Trabajos prácticos, fechas de entrega, parciales, exámenes finales.
Pero seguís adelante con la ilusión de que una vez que te recibas, todo va a estar resuelto.
(Spoiler: no.) Ojo, la universidad te da herramientas valiosísimas no solo la formación sino la capacidad de resolver situaciones problemáticas.
Pero también, si vivís en Argentina, es muy probable que no puedas solo estudiar. Así que trabajas antes o después de “la Facu”. Y estás agotadísimo.
Conseguís tus primeros trabajos junior, pasantías, o en esa línea. Recuerdo yo entrando en un trabajo a las 06:00 hs y saliendo de casa a las 04:30 hs. Para salir a las 15 hs y entrar a la Facultad y estar hasta las 22 hs, llegar a casa a las 00 hs. Bañarme, comer y volver a dormir. Si lo pienso a la distancia no se como sobreviví.
Si sos medio perfeccionista (como yo), intentas rendir al 100% en todos los frentes.
Y en ese esfuerzo, tu mundo se reduce un poco: la facu, el laburo, y un ingreso que apenas alcanza para lo básico.
Aun así, sostenes la idea de futuro, que todo va a mejorar, que todo ese esfuerzo será recompensado. Pues claro, no puede ser de otra forma ¿No?
Porque aprendiste a creer en la meritocracia.
Mientras tanto, la vida avanza. Algunas amistades siguen, muchas otras quedan en el camino: por los tiempos, las prioridades, las distancias.
Y un día, llegas a esa meta: te recibís.
(O quizás no. Cada uno sabrá cuánto invirtió, qué dejó en el camino, y si ese balance le dio positivo o no).
Entonces llega la gran pregunta:
¿Volverías a hacer todo igual?
¿Elegirías lo mismo?
¿Te harías el mismo problema por no aprobar un parcial?
Todo cambia de perspectiva.
Ya no tenés 20 y poquitos.
Y algunas dudas empiezan a aparecer.
2. “Realidad”
La “realidad” es que no hay “respuestas correctas”. No quiero generalizar, pero difícilmente haya un camino perfecto o ruta perfecta. Para algunos más y para otros menos sinuoso.
OK. Ya estás recibido, festejaste, te tiraron con de todo… pero ya está.
La perspectiva que tenías tan concentrada en la universidad desaparece, y decís:
“Bueno, se vienen nuevos desafíos.”
Buscas y encontras trabajo.
Y como todo en esta vida, no sabes con qué te vas a encontrar hasta que estás ahí.
Al principio no le das tanta bola a las condiciones. Te embarcas.
Tenés energía, ganas de crecer, o simplemente necesitas el ingreso.
Miras para atrás: ves todo lo que recorriste y te das cuenta de que ya no sos el mismo.
La vida transcurre. Transcurrió.
Vivís solo, o con tu pareja. Quizás.
Pagas el alquiler. Haces las compras. Limpias la casa. Te alegras de tener cosas nuevas de bazar.
Te ocupas de cosas que antes no existían en tu radar:
la obra social, la limpieza, los impuestos, la lista del super, el cable, la SUBE, el lavarropas que se rompió.
Y, aunque no lo admitas, empezás a envejecer.
Perdes afectos. Porque si algo no podemos evadir, es al tiempo.
Tu planificación cambia, tus prioridades también.
Te pasa por primera vez que miras algo en redes sociales… y no lo entendes. Igual, no lo admitís.
Como antes tus viejos no entendían tus referencias.

Tus grados de libertad se achican, o al menos así lo sentís. Y esa percepción es la que nos importa.
Y antes de mandar todo a… al demonio en el trabajo, lo pensas dos veces.
Ahí entran las preguntas, los “y si…”:
¿Me están pagando bien?
¿Me gusta lo que hago?
¿Estoy a tiempo de cambiar?
¿Soy bueno en esto?
¿Por qué no me valoran?
¿Y si me voy y es peor?
Frustración. Incertidumbre. Riesgo.
Resignación, a veces.
El algoritmo de las redes sociales ya te detectó:
te tira contenido de “+30”, de “reinvención”, de “empezar de nuevo”, de “volve a vos”, de “Nickelodeon”.
La mente humana es poderosa.
Puede hacernos fuertes… pero también jugarnos en contra.
En mi caso —quizás algún día lo cuente más en detalle— apareció ese monstruo llamado ansiedad.
Ese mecanismo que, cuando funciona bien, nos protege.
Pero si se desajusta, puede convertirse en un verdadero problema.
“La ansiedad es una emoción útil cuando nos moviliza a actuar. Pero cuando se convierte en rumiación, en preocupación excesiva por todo lo que podría salir mal, deja de ser una señal de alerta y se vuelve un obstáculo.”
3. Aceptación
Aceptar no es rendirse.
Tampoco es conformarse.
Es dejar de pelear con lo que es, para empezar a construir desde ahí.
Me llevó bastante entender (y todavía me lo tengo que repetir cada tanto).
Aceptar que no tengo todo resuelto. Que no voy a tener certezas absolutas.
Que la vida adulta no trae un manual de instrucciones ni un final asegurado. Ni siquiera un camino.
Y que esta, probablemente, sea la parte más difícil: aceptar lo incierto.
Porque la incertidumbre —y con ella, la ansiedad— no son fallas del sistema. Son parte de la naturaleza humana. Lo raro no es sentirlas, lo raro sería no hacerlo nunca.
Tratar de tener el control absoluto sobre todo es una ilusión. Una ficción que nos desgasta.
Y cuando intentamos sostenerla por demasiado tiempo, el cuerpo y la mente pasan factura.
En mi caso, tuve que aprender a pedir ayuda. Buscar apoyo no es una señal de debilidad: es un acto de valentía.
De reconocer que no podemos solos. Que está bien necesitar, apoyarse, hablar.
También tuve que reconciliarme con el hecho de que este es un trabajo diario. A veces muy consciente.
Aceptar mis tiempos. Mis ritmos. Mis caídas. Mis preguntas.
Y al mismo tiempo, no dejar de ver lo bueno que hay.
Disfrutar los pequeños logros, los vínculos sinceros, los momentos de calma.
Apreciar el crecimiento, incluso cuando es lento.
Ver que en medio del ruido también hay belleza. Que el camino, con todo lo que trae, también puede disfrutarse.
La esperanza no es ingenuidad.
Es una forma de resistir. De creer que, aunque no sepamos todo, aunque a veces duela, podemos seguir avanzando.
A nuestro modo. A nuestro ritmo.
Porque no tener todo resuelto no nos quita valor.
Nos hace humanos.
🎵 “Aunque me fuercen, yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor. Mañana es mejor.”